lunes, 16 de marzo de 2009

Silencio

1. El cine y la tele gustan porque tienen música. Es inevitable asociar una película con una música. La Guerra de la Galaxias con la marcha imperial, las de Disney con sus canciones, Phenomenom con Change the world, Quédate a mi lado con Aint' no mountain high enough, Space Jam y I believe I can fly, etc. La lista se hace inmensa.
El caso es que no me refiero a esas músicas. Me refiero a las ambientales. A esas partes de las B.S. que no son tan recordadas (sin contar a los frikis, claro). Al violín que acompaña sin ser protagonista. A ese discreto solo de piano. A esa música que transmite más de lo que pensamos o de lo que el propio autor llega a imaginar. Esas músicas son las que nos enganchan a las series y nos hacen ir al cine. Sin esas músicas, a nadie le gustaría la fabulosa mentira que se proyecta en la pantalla. Porque esas músicas nos sacan de la situación.
"¡Exagerado!", diréis algunos. "¡Lunático!", me llamaréis otros. "¡Hijo de ****!"... no os paséis. Me explico: la vida no tiene música ambiental. Nada suena en off más que el eco de nuestros propios pensamientos en la inmensidad de nuestras diminutas mentes. Y es triste. Y es crudo.
La crudeza del silencio es lo que tememos. Su sinceridad. Su atroz y descarnada transparencia. Pocas cosas hay más terroríficas que un absoluto silencio.
Es delator y su propia naturaleza enferma de fragilidad nos hace sentirnos vulnerables y desnudos ante él. El silencio es el adorno más enormemente ostentoso que puede tener cada una de las escenas de nuestra vida, porque es un adorno tan asombrosamente diáfano que nos muestra dichas escenas tal y como son. Sin envoltorios. Sin acolcharla ni prepararnos para la aspereza de la insensible realidad.
Por eso cuando en un hospital de una peli, muere alguien, no lloramos. Porque suena una música que nos hace creer que es una muerte estremecedoramente triste. Pero lo que es realmente estremecedor es el silencio que reina en esa habitación mientras la enfermera de turno retira todos los útiles sanitarios.
Cuando la protagonista reconoce que fue violada, la música dota a la escena de una especie de airbag. Sin ella, los ecos de la voz, las siseantes palabras de dolor crearían un clima tan abrumador que sería hostil.
Un nacimiento, una pelea, un final. Llenando ese silencio con acordes, vaciamos la escena del vértigo que tiene de por sí.
Hay silencios que cortan como espadas. Silencios ruidosos que atruenan en los oídos impidiéndonos pensar. Los hay incómodos y largos, anhelados, delatores y asesinos. Hay silencios que roban vidas y hay silencios que la dan. La vida es silenciosa excepto cuando evoluciona y fluye con estruendo y vigor.
El silencio es el adorno más enormemente ostentoso que pueda haber y creo que no estamos del todo preparados para él. Y lo apartamos de nuestras vidas con música, para poder digerir mejor las acometidas insípidas de la existencia.

2. ¿Y quieres, pequeño, que te diga lo que es el silencio? Es un vaso mientras cae, el instante en el que un cerebro sojuzga al pie que dé un frenazo, el tiempo que existe entre el portazo y la reacción, el pitido de una máquina en el hospital.
El silencio es la mejor respuesta y la peor ofensa. El agravio, el respeto y el elogio.
El silencio es el ruido de las olas y el crujir de un televisor. El silencio arma un tremendo escándalo cuando está en los labios de un actor que olvidó su papel, es un error bendito.
El silencio es una preciosa mierda.

3. Él la acompañaba a su casa sin tener ni puñetera gana. Vivían lejos el uno del otro, pero más enorme se hacía la distancia cuando estaban enfadados. La tensión de diez dedos que no se entrelazan alarga el camino de regreso.
Los tacones de ella eran la banda sonora de la vuelta a casa. Miraban con tanta intensidad el final de la calle que recorrían que casi parecía que pudieran leer algo en el horizonte. Y a juzgar por sus expresiones, lo que estaban leyendo debía ser una factura.
Eran muy orgullosos ambos y se despedían con una desmedida y explosiva frialdad. Eran deliberadamente descorteses. Se despedían con un frío adiós, pero ninguno decidía irse.
Ninguna deidad todopoderosa de esas que habitan los cielos podría adivinar el porqué acabaron riendo. Nadie que conociera el principio y el final de la historia podría adivinar lo que había sucedido por medio, pero fuera como fuese ahora estaban abrazados con unos pocos centímetros rebeldes entre sus caras. Perdido uno en las pupilas del otro, se besaban. Sin compasión ni cuartel. Se besaban sin contemplaciones. Y entre beso y beso, entre ataque y ataque de húmedo cariño, tomaban aire profundamente planeando una estrategia infalible para asestar un certero e intenso beso que resultara definitivamente rotundo.
Era en ese lapso de vértigo cuando el dios Cronos parecía detenerse juguetón y en el mundo reinaba el más profundo de los silencios.

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