martes, 4 de mayo de 2010

Guerra

1. La batalla más esperada. Al alba en la cuadrícula que actuaba como campo de batalla. El ambiente estaba enrarecido, la brisa estaba cargada de electricidad y flotaban en el denso aire los aromas de la pólvora que iba a estallar, la sangre que iba a recorrer los filos de las espadas, las astillas de las flechas rotas.
Idénticas fuerzas al comenzar. Veíamos delante de nuestros ojos, a lo lejos, una hilera de valientes y bravos guerreros. Pobres aquellos que se precipitaran, pobres los que servían de parapeto, pobres los que sucumbieran ante los engaños.
No había odio en aquel lugar, no había lugar para tan oscuro sentimiento. Todo lo que se respiraba era la deportiva intención de matarnos unos a otros con la misma cantidad de ensañamiento que de piedad. No había rencores, no había resentimiento. Se planteaba la lucha de dos escuadras enfrentadas que se respetaban como se respetan dos iguales.
El cielo estaba cubierto, cerrado a cal y canto. Ni el Altísimo iba a poder ver lo que allí sucediera. Estaba empezando a llover cuando empezó la acción.
Se rompen las filas y uno de los nuestros (de los del centro, supongo) avanza hacia el enemigo. Su homólogo en las filas enemigas le sale al encuentro. Se movilizan las caballerías de ambos bandos. Algún clérigo se suma a la fiesta. Todo es una velada amenaza. Mientras tanto, yo permanezco junto a una de nuestras torres de defensa. Creo que tardará hasta que tenga que avanzar.
Vientos huracanados empezaron a soplar cuando el mundo se iluminó con un impresionante relámpago. El sonido del trueno correspondiente se confundió con un estruendo que provenía de las mismas entrañas de la Tierra. Parecía el fin del mundo. Un fuerte terremoto empezó a agrietar el suelo. El seísmo era de una intensidad desmedida.
Fue entonces cuando un alarido ensordecedor nos sorprendió por retaguardia. Era, sin duda alguna, la voz de nuestra altiva reina. Todo el Universo se paralizó. No hubo un miembro de nuestro ejército que no tuviera la sensación de haber cometido un grave error no-se-sabe-cuándo dejando ir a no-se-sabe-quién. Glóbulos rojos que huyen de la cara, manos templorosas, frentes perladas de frío sudor, el silencio de unas gargantas que dejan hablar al resto del mundo.
Poco a poco nuestras cabezas empezaron a volverse lentamente. Nadie quería ver lo que estaba pasando allí atrás. Y allí atrás los ánimos no estaban mejor.
Recuperada la calma y la compostura, nuestra señora miraba con desprecio a su rey, el cual le devolvía una mirada mezcla de sorpresa y súplica. Ella sólo acertó a decir "Joder, Juan Carlos".
Y pa' la caja. Su Majestad se había caído con el temblor.

2 comentarios:

  1. ¡Qué magnífica alegoría con el ajedrez!
    Oye, de verdad que me ha gustado mucho.

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  2. Qué desconcertantes son tus finales. No sé si te había leído este o alguno bastante parecido, aún así magnífico.

    Enhorabuena una vez más.

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